” Cuando Esaú tenía cuarenta años, se casó con Judit, hija de Beeri hitita, y con Basemat, hija de Elón hitita; y ellas hicieron la vida insoportable para Isaac y Rebeca.” – Génesis 26:34-35
Al igual que su padre Isaac, también Esaú llegó a la vida matrimonial a los cuarenta años; sin embargo, con una filosofía completamente diferente. No fue una esposa, sino dos. Y no fueron escogidas de dentro de la piedad familiar como lo fue Rebeca, sino fuera de ella, de entre las hijas de los príncipes cananeos impíos que se hallaban bajo la maldición divina. Pero este no fue un hecho fortuito sino uno de los tantos desenlaces de una progresión que comenzó en la juventud de Esaú cuando éste manifestó su corazón profano al desechar la primogenitura que incluía una doble porción de la herencia y el derecho de ser cabeza y sacerdote de su familia.
Isaac y Rebeca sufrieron en amargura de espíritu a causa de estas mujeres, fruto de la decisión premeditada de Esaú. ¿Cómo es posible? Isaac había sido hasta ese momento un impacto en otras personas, pero aparentemente no lo tuvo en su propio hijo mayor a quien la Escritura dice que amaba y de quien disfrutaba su arte culinario (25:28). En muchas oportunidades, lo que el diablo no puede lograr desde afuera para afectar una familia, lo hace desde adentro. No importa la sinceridad y devoción con que los padres hayan vivido y buscado al Señor y tenido un buen testimonio; a veces igualmente hay ignorancia de Dios en los propios hijos.
No se puede ignorar semejante lección. La que indica que padres piadosos sufrirán muchas veces por la impiedad de hijos sin Cristo; “El hijo sabio alegra al padre, pero el hijo necio es tristeza de su madre” (Pr. 10:1). No hay discusión alguna en que es un asunto triste ya por el alma del hijo, ya por la amargura de espíritu de los padres. Pero es también un asunto que engrandece la gracia de Dios en la salvación o perdición de los hombres. En última instancia, no depende de los padres piadosos la salvación de sus hijos, ni la perdición de los mismos de la impiedad de los padres; porque los hijos de Dios “no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn. 1:13).
Quienes aman a Dios y sufren la ignorancia que sus hijos tienen de Él, pueden hallar consuelo y aliento en esta historia de la Biblia, y aún continuar orando para que la promesa de la salvación se haga realidad en ellos y huyan para siempre la amargura y aflicción de espíritu.
¡Dios te bendiga!