Se nos advierte con claridad que no debemos amar el mundo, ni las cosas que están en el mundo, por la sencilla razón de que el amor hacia el mundo no es compatible con el amor para con el Padre. Todo lo que el mundo tiene para ofrecernos puede ser descrito como los deseos de la carne, la codicia de los ojos, y la soberbia de la vida. Los deseos de la carne se refiere a los apetitos corporales sensuales que proceden de nuestra malvada naturaleza. La codicia de los ojos se aplica a los malvados deseos que pueden surgir de lo que vemos. La sobervia de la vida es una imía ambición de propia exhibición y de propia gloria. Estos tres elementos de mundanalidad se ilustran en el pecado de Eva. El árbol era bueno para comer; esto es los deseos de la carne. Era agradable a los ojos; esto es la codicia de los ojos. Era un árbol codiciable para alcanzar sabiduría; esto describe la soberbia de la vida.
Así como el diablo se opone a Cristo y la carne es antagonista del Espíritu, así el mundo es contrario al Padre. Los apetitos, la avaricia y la ambición, todo esto no proviene del Padre, sino que tiene su origen en las cosas pasajeras. El corazón humano nunca puede hallar satisfacción en cosas.
El mundo pasa, y sus deseos. Cuando un banco está en peligro de quiebra, la gente inteligente no va a depositar su dinero allá. Cuando los cimientos se resquebrajan, los constructores inteligentes no prosiguen. Concentrarse en este mundo es como poner en orden las sillas de la cubierta del Titanic. Así, las personas inteligentes no viven para un mundo que se está desvaneciendo. Es la voluntad de todo aquello que pasa. Este, de pasada, fue el versículo que marcó la vida de D.L.Moody, el gran evangelista, y está inscrito en su lápida: "El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre".
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